Los demonios

del espía


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El libro

En Los demonios del espía, Max Saif realiza un ensayo biográfico novelado sobre la vida y el pensamiento de René Descartes, uno de los mayores genios de la humanidad. Apoyado en una abundante bibliografía y textos a menudo inéditos, el autor nos relata cómo Descartes —un niño prodigio sin duda, pero al borde de la muerte en varias ocasiones durante su más tierna infancia— se debate entre dedicarse a lo que su espíritu inquieto le exige, dedicarse al desarrollo de su intelecto natural —la semilla que Dios puso en su cabeza—, y lo que su padre le pide: que siente la cabeza, que se case y que procree para perpetuar el apellido de la familia. René Descartes (1596-1650) vivió en un siglo distópico, plagado de destrucción y luchas religiosas, en el que los cuatro jinetes del Apocalipsis (la muerte, la guerra, el hambre y la peste) cabalgaron, arrasando Europa y exterminando buena parte de su población. Pero también fue una centuria durante la cual la ciencia —y la concepción del mundo que se tenía hasta ese momento— experimentaron avances de gigante, poniendo la antesala del que después pasaría a denominarse el Siglo de las Luces. Arrastrado por una hybris imparable y arrogante que le empuja a alcanzar el conocimiento de la verdad a cualquier precio —hasta conseguir ver lo que hay al otro lado del espejo—, Descartes se verá abocado a enmascararse bajo la tutela de la Compañía de Jesús viajando a través de los peligrosos caminos de una Europa que se desangra, y a penetrar con cautela más allá de los límites del pensamiento ortodoxo de los teólogos de Roma bajo la amenaza y el silbido constante de la guadaña de la Inquisición sobrevolando su cabeza.


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—Los caminos del Señor son infinitos, hijo —le interrumpe cortándole en seco el rector cuando René pretende intervenir—, tú eres un soldado de la fe y ninguna jerarquía terrenal te manda salvo la de Roma, ¿no es así?

—Sí, padre —responde él cabizbajo y sumiso en voz baja.

—Contarás con nuestra protección y con el dinero que precises para tus gastos que, por cierto, serán muchos. Para atravesar las facciones en guerra lo necesitarás y, también, quizás, para conseguir otros favores.

—Entonces, ¿qué he de hacer yo, padre Blanchard?

—Ver, oír e informar. A través de nuestra red de monasterios, conventos y escuelas podrás enviarme cuantas noticias consigas, y en ellos, nuestros hermanos te darán cobijo y protección si lo precisas: te acogerán como a uno más de los nuestros, y mi salvoconducto les hará ver la importancia de tu misión.

—¿Me pedís que sea un espía? —pregunta René inquieto mientras se escucha ruidoso el arrastre de la punta del florete por el suelo.

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La luz oscilante de las dos grandes velas dibuja sombras cambiantes sobre la sala creando un ambiente fantasmagórico.

—Todo está sembrado en vuestra alma, buscadlo desde la duda, allí reside el conocimiento omnisciente que fue plantado por la semilla divina. Cuando lo encontréis seréis INVULNERABLES, y ya nada temeréis, tampoco a la muerte, porque significará el nuevo renacer de vuestra Alma Verdadera—.

El orador levanta los brazos hacia el cielo, y, en sus ojos, iluminados por el reflejo de los velones, brilla una pulsión de un enfermo fanatismo.

—Id tranquilos a vuestras casas y meditad cuanto os he dicho, pero no os dejéis ver, sed uno más entre todos los que os rodean, camuflaos entre ellos, sed INVISIBLES…, y cuando llegue el día señalado, un rayo de luz iluminará la Tierra transformándolo todo, revolucionando la ciencia, las creencias y la religión, para convertir TODO EL UNIVERSO en una ESENCIA ÚNICA—.

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Editorial

—Pasen— les dijo el capitán de la guardia en la puerta principal—, la reina le espera monsieur Descartes.

La reina Cristina Augusta Vasa, es una joven de veintitrés años de aspecto regordete y un aire marcadamente masculino, viste pantalones, botas altas y un jubón dorado con espada de plata al cinto. Su cara sonrosada y con pecas —que más parecen salpicaduras de su pelo rojizo—, unido a una boca pequeña de labios afilados bajo una nariz que termina en bola, y unos ojos ligeramente estrábicos, le confieren una imagen poco agraciada.

Como contraste, le acompaña, sentada a su derecha junto al trono real, su prima Ebba Sparre, su inseparable dama de compañía a quien todos conocen como la Belle Comtesse por sus suaves facciones blancas, unos labios abundantes y sensuales que debió colocar Eros, bajo unos ojos verdes claros y una nariz fina y elegante.

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